Tan cerca, tan lejos

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Por la mañana aparecemos en un palacio de ensueño, que domina los campos de cereales y las huertas cargadas de tomates y melones hasta la frontera con Siria. A esa hora de la mañana, la calima ya es suficientemente intensa como para no ver el país vecino, lo que no quita que se nos pierda la vista buscando las vías que llevan hacia la guerra. Parece inevitable pensar que allí al fondo, a veinte kilómetros apenas, toda la tranquilidad y el hastío de un viernes de oración se transforman en barbarie y destrucción.

Una parte de la expedición ya se ha instalado en el Tülay, el bar del bazar próximo que va a ser nuestro proveedor de desayunos en estos dos días que pasaremos en Mardin. Los parroquianos nos observan con curiosidad, somos la anécdota de la semana, quizás del mes, el nuevo polo de turismo que el gobierno turco quiere impulsar en la ciudad no parece despegar.

El día libre que ha decretado la organización se emplea en perrear, básicamente, y remolonear en nuestro pequeño palacio. Los trenta y tantos grados en el exterior nos hacen ser prudentes. Coladas, crónicas y mapas extendidos en la mesa no nos dejan salir a las calles hasta bien tarde. En cada esquina nos damos al agua mineral que llevamos encima, hasta que nos instalamos con los nativos a tomar té frente al museo de la ciudad. Seguimos paseando, recorriendo los enrevesados callejones de Mardin, entre palacios escondidos como el nuestro, mezquitas y madrazas. De repente, una señora nos abre las puertas de su casa y nos hace entrar para aliviar nuestro calor entre sus muros: es una cristiana ortodoxa que nos intenta colocar una especie de exvotos en forma de saquitos de colores, con los que no sabemos muy bien qué hacer, a parte de darle algo parecido a una limosna.

El paseo sigue, y la ciudad nos sorprende con más rincones, terrazas que se asoman a aquella guerra tan cercana y tan lejana a la vez. Es inevitable acordarnos de otros lugares como este, que una vez también estuvieron llenos de vida y que consiguieron cautivarnos, y que hoy son solo polvo. Nos parece lo más correcto comprar una botella de vino local para celebrar la dicha de estar en Mardin.

-Oiga, pero esto sabe un poco a canela, ¿no?

El dependiente nos da a probar en un vasito un caldo rojo cereza a los tres soumeliers de la expedición, después de haber descartado el blanco local. Una copa de vino no se rechaza, oiga, y menos después de casi dos semanas sin probarlo. Por fin comemos algo en un terraza con vistas, a golpe de tango turco. Cuando acabamos el refrigerio, subimos hasta la parte alta de la ciudad, buscando el camino del castillo, pero el cansancio puede con nosotros. Un último té y para nuestros aposentos, princesas.

El vino, la conversación y el cansancio nos hacen olvidar la idea de volver a salir de aquella magnífica ubicación. Nos comemos las sobras del desayuno que nuestros queridos Tülay nos han empaquetado por la mañana, mientras decidimos si lo que tomamos es un mal vino o un aceptable ponche. Brindamos, eso sí, porque algún día podamos seguir hacia el sur y borrar esa línea detrás de las luces de la noche.

Mañana seguiremos hacia el oeste, buscando Diyarbaquir.

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