Un apartamento en la playa

Hace muchos años que Yusuf llegó a Erdemli, cuando todos esos edificios que veis eran campos llenos de granadas, maizales y tomateras. Su cuñado le convenció para construir una casita cerca del mar y veranear todos los meses de agosto lejos de la ciudad. ‘Tú y mi hermana os quedáis con la parte de abajo, y yo con la de arriba, pero podréis subir cuando queráis a tomar té y ver el atardecer’.

Trabajaron durante tres veranos levantando paredes y colocando todo lo que una residencia estival precisa. Nunca pensaron en poner una piscina, el marjal que tenían delante les proporcionaba más de un lugar para bañarse con el agua helada que parecía venir directamente de los neveros en las lejanas montañas de Anatolia.

Al cuarto verano, Yusuf y su familia llenaron el maletero y la baca de su Lada, y atravesaron el país de una orilla a la otra, subiendo y bajando esas cordilleras. Por fin, un día, llegaron a la puerta de su chalet compartido. Al bajar del Lada, vieron cómo alguien había tenido la misma idea que ellos y su familia política, solo que la otra familia parecía algo más numerosa, por la altura de la grúa que estaba levantando el edificio con quien deberían compartir su paraíso veraniego particular.

– Le vendí un trozo de terreno a la empresa de un amigo -le explicó su cuñado-. Así seremos más, será más divertido, tus hijos tendrán otros niños con los que jugar.

Yusuf subió todas las tardes de aquel verano a tomar té al atardecer, justo cuando los albañiles habían dejado su trabajo hasta el día siguiente. Cada día el edificio avanzaba algo más hacia el cielo, pero Yusuf se reconfortaba con el agua de las acequias o el salitre que el mar le incrustraba en la piel, cuando se aventuraba con su bicicleta hasta la playa, por entre los campos llenos de higos y uvas a punto de reventar.

El verano siguiente el edificio vecino tapó definitivamente el sol poniente y la terraza de su cuñado perdió su atractivo. Antes de volver a la ciudad, este le propuso que se quedaran y le ayudara con sus proyectos inmobiliarios: el dinero que había ganado con los apartamentos lo había invertido en otras parcelas, ya tenía los planos y los albañiles, solo le faltaba alguien que dirigiera las obras y él tenía mucha experiencia con la construcción del chalet.

Yusuf apreciaba mucho a su cuñado y no podía decirle que no. Buscaron un colegio para los niños en la vecina Mersin y al siguiente verano había cuatro nuevos rascacielos buscando las montañas nevadas en el horizonte.

– Por qué construir dos plantas pudiendo hacer veinte, Yusuf? No ves que puede venir alguien y plantarles otro edificio delante y quitarles la vista?

Un verano se dio cuenta de que el camino que llevaba a la playa pasaba por un condominio privado, que un vigilante con su perro hacían inaccesible. De todas maneras, ya apenas cogía la bicicleta, prefería ir en su Mercedes a la piscina del club, casi no recordaba las acequias y el agua helada. Esa tarde, en el reservé del club, su cuñado le habló de sus nuevos proyectos:

-He visto una parcelita encantadora en Anemur, con vistas a las ruinas romanas. Creo que podríamos hacernos una casita para los cuatro, Yusuf. Podemos compartir la terraza y el té, como siempre, no te preocupes que nadie profanará ese santuario.

El cuñado soltó una carcajada y aspiró su pipa. Mientras el humo inundaba el salón, Yusuf recordó entonces el marjal verde, dorándose bajo la puesta de sol de un verano que parecía ya tan antiguo como aquellas ruinas.

Salimos de Gaziantep hacia Mersin, Silifke y Anamur, tres buses sin solución de continuidad, ocho horas de viaje, empalmando uno detrás de otro, sin tiempo más que para comprar algo de pan, pistachos y agua.

Cuando tocamos la costa en Mersin, vemos ese paraiso devastado de Yusuf, un bosque de hormigón hundido en la tierra fértil del marjal. Supermercados, tiendas repletas de colchonetas y bañadores de oferta, restaurantes, carteles de ‘se vende’ y oficinas inmobiliarias. Una escena demasiado familiar, que se repite a miles de kilómetros de casa. También en eso el Mediterráneo nos iguala a todos, hasta que un día deje de exisistir definitivamente tal y como lo conocimos.

Por fin las montañas se interponen en la costa y dan algo de sentido al paisaje. Chipre nos acompaña a lo lejos en los últimos kilómetros, cuando vemos la larga ensenada sobre la que se extiende Anamur y sus campos repletos de invernaderos.

El Hotel Rumana nos ofrece su piscina, esa que Yusuf nunca hubiera hecho, y nos damos un baño entre sus leds que abarcan toda la escala cromática. Unas pides en el único chiringo abierto y mañana será otro día, prueba superada.

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